EL ASALTO PIRATA DE 1683
Aquella memorable mañana del diecisiete de mayo de 1683, la Nueva Veracruz amaneció con la esperanza de ver llegar las naves de la Flota, que por esa época del año solía arribar conduciendo nuevos colonos y todas las mercancías que aún no producían las tierras conquistadas.
Desde temprana hora los madrugadores subieron a los torreones que coronaban las casa del Puerto, con la esperanza de ser los primeros en dar la noticia del feliz arribo, y en el Barrio de la Caleta, habitado por un centenar de pescadores, se hacían comentarios criticando el que por cosas baladíes no hubieran salido de pesca en ese día.
Al disiparse la niebla matutina empezó a brillar el sol en todo su esplendor, obligando a los curiosos que habían acudido a la playa o que se encontraban en los torreones, a buscar refugio bajo techo y la ciudad volvió a cobrar nuevamente su vida habitual.
En los mesones y tabernas se notaba la afluencia de los visitantes que solían acudir al Puerto en gran número, con el propósito de hacer negocios fáciles con los tripulantes de las naves, ya fuera comprando o vendiendo mercancías, habiendo otros que establecían centro de juegos de naipes mientras estaban en el Puerto de las naves de la Flota.
Aquella mañana, por descuido u olvido, no salieron como era costumbre hacerlo diariamente en el servicio de vigilancia de la costa, y esta negligencia costó bien cara a la población, pues como a las tres de la tarde avistaron por Barlovento dos navíos de alto bordo, uno mayor que otro y con la apariencia de pertenecer a la esperada Flota, siendo en realidad la avanzada de los barcos de Agramonte y Lorencillo. Nunca pensaron los veracruzanos su verdadera identidad, y cuando vieron que al llegar a la boca del canal de entrada torcían el rumbo, imaginaron que se trataba de los navíos de la Flota que esperaban la llegada de la nave Capitana para entrar al puerto.
Legó la noche sin tener nuevas noticias, entregándose la población al descanso, más en las primeras horas de la madrugada, aquellos dos navíos, acompañados por otros nueve menores, desembarcaron por la Punta de los Hornos de Medina, más de seiscientos hombres armados.
Rodearon la ciudad y se lanzaron al ataque, sembrando un terror pánico entre los habitantes que despertaron al disparo de los mosquetes y a los gritos de “Viva el Rey de Francia”.
Los hombres de guarnicionaban los reductos y fortines de la Nueva Veracruz, fueron muertos por el invasor después de breve resistencia y los soldados que había en el palacio del cabildo, cayeron peleando, entre ellos el Alférez Diego Martínez que antes de morir destruyó con sus propias manos la bandera de España, para evitar que la tomara el enemigo.
Pasados los primeros minutos de estupor, empezaron a salir a la calle los habitantes, sin acertar a saber qué pasaba, y eran hechos presos por los piratas y conducidos a la Iglesia Parroquial, convertida en prisión provisional, mientras saqueaban las casas en forma despiadada.
Durante las primeras horas de la mañana reinó el mayor desorden. Los piratas llevaban todo lo que encontraban de valor a la Plaza de Armas y pronto estaba allí reunida una gran cantidad de joyas, así como grandes arcones llenos de monedas de plata y oro.
En el interior de la Iglesia Parroquial había a las nueve de la mañana más de seis mil armas, y por el calor producido con la aglomeración se dieron casos de asfixia. Algunos de los prisioneros trataron en forma desesperad de hacer una salida, y fueron muertos por sus guardianes que dispararon hiriendo también a mujeres y niños que se encontraban en el interior.
Por la tarde, los cautivos empezaron a clamar piedad y el cura Vicario de la Parroquia consiguió hablar con Lorencillo, logrando que llevaran pan y agua a los cautivos, pero fue tan escasa la cantidad proporcionada, que originó un tumulto entre aquellos infelices que se disputaban un pedazo de pan o un sorbo de agua.
Cuando cerró la noche de aquel primer día, ya no quedaba nada de valor en el interior de las casas de Veracruz y los piratas se dedicaron a celebrar el triunfo con libaciones, convirtiendo la situación en un verdadero caos.
Bajo el dominio del alcohol se perdieron los últimos vestigios de disciplina entre los piratas y toda la noche estuvieron haciendo viajes a la Iglesia convertida en prisión, sacando a viva fuerza a cuanta mujer querían, sin distinción de color o estado.
Cada minuto que pasaba era mayor el número de heridos en el interior del templo y los gritos y lamentaciones acompañaron aquella noche de orgía.
El miércoles por la mañana, pensando intimar a los cautivos, Lorencillo mandó rodear la Iglesia con barriles de pólvora y lanzó la amenaza de que iba a volar el edificio.
Aumentaron con ese motivo las lamentaciones de los presos, que creían llegado su último momento de vida, hasta que el jefe pirata tuvo compasión de ellos y revocó la orden.
Como único alimento en ese día volvieron a llevarles pan y agua, reanudándose con ello la lucha entre los destinos que se disputaban a golpes la posesión de un pedazo de pan.
Al llegar la noche volvió a repetirse lo mismo del día anterior y en la madrugada tuvieron noticias los piratas de que habían muerto varias personas asfixiadas en la aglomeración, decidiendo entonces desalojar un poco el templo y mandaron sacar a los negros y mulatos que utilizaron para conducir el botín reunido en la plaza de Armas hasta la Punta de Hornos, donde los piratas se encargaron de llevarlo a sus navíos.
Agramonte y Lorencillo entraron la mañana del jueves en la Parroquia y saquearon los altares, llevándose entre otras cosas la Cruz Parroquial y los ciriales que eran de plata, así como los cuatro serafines que adornaban el Santo Sepulcro.
Lorenzo Jácome, que fue vecino de la ciudad hasta el día en que huyó por haber cometido un crimen, conocía perfectamente a todos los hombres de posibles y les mando citar a Palacio, haciéndoles confesar a fuerza de tormento, el sitio donde habían escondido sus objetos de valor.
Viendo aun insatisfechos sus deseos, dieron después tormento a los esclavos, pensando que descubrirían aún mayor número de objetos de valor, ocurriendo escenas espantosas que terminaban con la muerte de las víctimas a cuchilladas.
Cansado de la inutilidad de sus procedimientos, Lorencillo mandó a traer leña para quemar vivos a los cautivos y entonces intervino el Cura Vicario nuevamente, consiguiendo convencerlo para que desistiera de aquella atrocidad y en cambio prometió hablar al pueblo desde el púlpito para que confesaran lo que hubieran podido haber ocultado.
Aceptó el pirata la proposición e instalándose en el ábside, fue tomando nota de las confesiones de cada uno, logrando aumentar el botín en seiscientos mil pesos.
En ese jueves dieron a la luz varias infelices mujeres en el interior de la improvisada prisión y se registraron nuevas muertes por consecuencia de las heridas que habían recibido muchos de los presos, impidiendo los piratas que se los muertos fueran sacados del lugar.
El jueves conferenciaron los piratas acerca del rescate que iban a pedir por la población, interviniendo los principales, habitantes del Puerto en la discusión, fijándose la cantidad en cincuenta mil pesos.
Llegó el sábado por la mañana y Lorencillo entró a caballo en la Iglesia, ordenando salir a todos los eclesiásticos, que pensaron habría llegado el fin de sus desventuras, desengañándose pronto, cuando les ordenaron que ayudaran a acabar de conducir el botín hasta Los Hornos.
Ese mismo día se llevaron a la Isla de Sacrificios como rehenes, a dieciséis de los cautivos, entre ellos al propio Gobernador, para que sirvieran de garantía a su seguridad a la hora de cobrar el rescate, y en la isla fueron confinados en un antiguo horno de cal, cuyos restos aún se pueden ver en ese sitio.
Durante la conducción del botín a la Punta de Hornos, muchos de los habitantes que habían, servido como mozos de cuerda en el traslado, fueron retenidos también en la Isla y allá permanecieron diez días más, al cabo de los cuales y después de recibir el dinero del rescate, dejaron en libertad a todos, pero abandonados en ese sitio y sin medios de poder regresar a la tierra firme, pues en su retirada los piratas habían destruido las lanchas del Puerto.
No terminaron con eso las penalidades de los veracruzanos aislados en Sacrificios; muchos trataron de llegar a la costa utilizando primitivas balsas construidas con los despojos dejados por los asaltantes y otros intentaron la travesía a nado, muriendo muchos de ellos atacados por los tiburones.
Por fin pudieron traer algunos “cayucos” y pequeñas embarcaciones de la Villa de Boca del Rio , regresando en ellos a su ciudad, que presentaba un aspecto desconsolador, pues las casas tenían destruidas las puertas, en las calles estaban aún abandonados los cadáveres de los asesinados durante el asalto y sus cuerpos habían entrado en descomposición, envenenando el ambiente de fétido olor, y hablando de la iglesia Parroquial, cuenta un testigo presencial: “con lágrimas lo escribo, más aseado estaba un mulador, y mejor olfato tenia; allí hacían sus necesidades, por no poder más allí dos mil inmundicias; todo un establo de porquerías sino el más puerco muladar que pueda haber, si bien creo que no pueda haber otro lugar más inmundo aunque a propósito se haga, de suerte que en mucho tiempo no ha de estar la Iglesia en su ser de limpieza, por más que la devoción cristiana la ha de procurar asear y perfumar con todos los olores”.
La noticia del asalto llegó a México con varios días de atraso y aunque el Virrey se dio prisa en enviar socorros, éstos no llegaron sino hasta que los piratas habían abandonado el Puerto.
El Virrey condenó al Gobernador de Veracruz a ser degollado, acusándolo de ser el causante de todos los males ocurridos por su poca previsión, mas éste apeló a la sentencia que le fue conmutada por l expulsión, saliendo para España en la misma flota que estaban esperando y que la llegó varios días después, cuando todo había pasado.
En el mes de Agosto, la Armada de Barlovento hizo su entrada al puerto, llevado presos varios de los navíos de Agramonte y Lorencillo, con gran parte del botín, que fue depositaron en la casa de cabildos al cuidado de las autoridades porteñas, mientras se averiguaba a quién pertenecía cada objeto rescatado.
La invasión de los piratas vino a demostrar a las autoridades de la Nueva España, la necesidad de fortificar debidamente la ciudad, dejando una impresión imborrable en los habitantes que recordaban aún el asalto de Lorencillo, a principios del siglo XIX, mandando decir una misa en acción de gracias por la retirada de los piratas.
FUENTE: Gonzalez , Juan Jose,"Trece Leyendas e Historias de la Ciudad de Veracruz",Gob. del Edo. Veracruz, 1943